jueves, 29 de octubre de 2009

EL BOSQUE DE LOS PLACERES






"Calla, entra y siente". Le dijo el hada, colocando sus alargados dedos en los labios de él, para que guardara silencio.

Caminaban despacio. "Aprende que la prisa se opone a la ternura", le susurró la ninfa del bosque, mientras le hacia tocar con las manos un paño de musgo suave, húmedo, intenso.

"Recuerda que la ternura entrega el control del tiempo a la propia manifestación del sentimiento". No supo si la frase la pronunció su anfitriona o sólo fue fruto de la imaginación.

Lo cierto es que, de forma instintiva, sin quererlo, el viajero recorrió toda la superficie musgosa que cubría un enorme canto, casi como si acariciase la espalda de su amada. Sin pretenderlo, lo embargó una llamarada intensa de placer. No podía parar. Los dedos se perdían entre el manto verde y en las palmas de las manos recibía el calor de ese torso tan conocido como deseado.

"No esperes un gemido de nadie, eres tú quien tiene que disfrutar". La miró con ojos inquisitivos. ¿Cómo pudo conocer lo que pensaba? Quitó rápidamente las manos de la capa musgosa y continuaron caminando por un sendero protegido por árboles que formaban extrañas y sinuosas posturas.

Se sentía inquieto, confuso, desorientado. Pero algo le decía que tenía que continuar.

Caminaban y caminaban. En silencio. No se veía el sol. Sólo algunos rayos que lograban penetrar por la amalgama de hojas y ramas, le indicaba que aún era de día. El aire era denso, acuoso, concentrado, pero balsámico.

Temía poseer la suficiente memoria para, con el tiempo, lograr recordar tanta fragancia.

Por momentos llegaban aromas frescos, como si los árboles se hubieran frotado con esencia de limón. De pronto, entraban en un territorio donde sentía el encanto de la jara, pero no llegó a distinguir ninguna florecilla blanca. Con el aroma a cantueso le entraban ganas de caminar y cuando distinguió que acababa de entrar en el territorio dominado por la lavanda, sólo sentía ganas de buscar de donde procedía. Su amante guardada esa esencia en el más recóndito de los cajones de la cómoda y sólo la utilizaba en momentos mágicos.

Mientras recordaba esos instantes de placer compartido, comprobó que los árboles se movían a un ritmo cansino a su paso, y le acompañaban en una extraña procesión en donde la maga ejercía de guía.

"¿Te has subido alguna vez a un árbol?". La pregunta le volvió a pillar desprevenido. "No, ¿para qué?", respondió casi de mal humor.

"Trepa hasta la rama de esa haya, está esperando que la montes".

La ninfa no levantaba la voz, pero sus palabras sonaban tan fuertes, tan convincentes, que dio un salto y comenzó a ascender, envuelto en una nube de extraños y temerosos pensamientos.

No supo lo que sucedió desde que, tal que como un jinete, montó sobre esa rama. La montura parecía hecha para él. El tronco inició un movimiento rítmico, hacia arriba, hacia abajo. Era un trote profundo. La savia del haya penetraba en su cuerpo. Primero por el vientre, más tarde la sintió en el pecho. Energía, pasión, furia. ¿Qué era aquello? No podía, ni quería parar. Cabalgaba ensimismado. Sin contención. Disfrutando de las cientos de emociones que iba descubriendo en cada nueva galopada, ansioso por disfrutar de la siguiente.

Era consciente que estaba recibiendo vibraciones que le resultaban tan ambiguas, como peligrosas. Caos y orden. Desastres y beneficios, pérdida de razón y aumento de perspicacia. Se encontraba más allá de sus límites. Acongojado ante tantos sentimientos intensos y vehementes, que tan poderoso influjo ejercían sobre su comportamiento. Entonces comprendió que la pasión era una perturbación del ánimo, muy superior al afecto.

¿Cuanto tiempo estuvo sobre la montura y a la carrera?

La ninfa lo despertó. Estaba acurrucado junto a un tocón. "Ven, vamos al río, tienes que desperezarte".

El agua corría a borbotones. Era pleno día. El sol jugueteaba con la corriente, que pasaba de cristalina, a azul intensa, por momentos. La luz destacaba el verde intenso de una alfombra de musgo, que cubría las más bellas piedras.

La ninfa, esa especie de sacerdotisa del bosque a la que obedecía como el más disciplinado de los discípulos, le sacó de sus pensamientos. "El mundo de los sentimientos es brillante y oscuro, cálido y gélido, tierno y violento, geométrico y amorfo", dijo con una voz sugerente y desconocida por él hasta ese momento. Cuando aún no había digerido el discurso, la maga añadió, "los sentimientos son una puerta de acceso a nuestra realidad no consciente...Entra en ella sin miedo". Mientras pronunciaba esas últimas palabras, que sonaron a orden, le tiró al río.

En Posada de Valdeón, al sol y en la mejor compañía, el 26 de septiembre de 2009-09-29